En un mes de noviembre, de bastantes años atrás, recibí la llamada de Dios para ser religiosa. El, que me había escogido desde el seno materno, me llamó para formar parte de una familia religiosa por medio de una consagración pública y como respuesta a su amor fiel, sin mérito alguno por mi parte. Nunca me he arrepentido de la decisión tomada. Puedo decir lo que dice el Evangelio, que con esta vocación he recibido el ciento por uno… y espero heredar la vida eterna.
Ser religiosa es una GRACIA INIGUALABLE. Vivir la vida consagrada en aras de la caridad para liberar a los seres humanos de sus esclavitudes, un don al que debo responder cada día con creciente amor. Dios es fiel. Me sigue seduciendo su llamada, su rostro, su amor, su predilección sobre mí, su confianza en la humildad de mi vida, su constante búsqueda…Me siguen golpeando aquellas palabras que sentí cuando vislumbre con toda claridad que su llamada era cierta ¿qué te importa ganar el mundo entero si pierdes tu alma? Tengo que agradecerle a mi madre su generosidad al dejarme partir para responder al amor eterno de Dios y a la vocación recibida. Su generosidad me acompañó todos los días de su vida, y siempre me decía: hija mía, si la vida religiosa no es tu camino, vuélvete a casa. Las puertas de casa siempre estarán abiertas para ti. Pero añadía, yo creo que has elegido la mejor vocación del mundo. Y tenía razón. Cuando una madre te dice esto, no cabe lugar la duda
Gracias, Señor, por mi vocación religiosa. Dentro de pocos días se abrirá el año de la vida consagrada convocado por el Papa Francisco. Quiero vivirlo como la oportunidad mayor para ser cada vez más fiel en mi respuesta.
Quiero escuchar cada mañana las palabras del Salmo: escucha, hija, y pon antento oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, prendado está el rey de tu belleza. El es tu Señor, póstrate ante El (Salmo 44,11)